"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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LULA LA TORTUGA

LULA LA TORTUGA © Jordi Sierra i Fabra 2015 El día que nació Lula fue muy especial. Y no por el hecho de nacer, que también, sino porque sobrevivió de milagro. Las tortugas desovan en las playas que más les gustan, y lo hacen lejos de la orilla, cerca de los árboles. Siempre ha sido así. Pero, claro, cuando los huevos se rompen y salen las tortuguitas, han de correr desesperadas rumbo al agua antes de que los pájaros por el aire o los cangrejos en tierra se las coman. Lula y sus hermanas bien que lo sabían, aunque fuera por instinto, ya que nada más sacar la cabeza por la arena emprendieron una veloz carrera rumbo a la salvación. Por desgracia, allí estaban los cangrejos y los pájaros. Antes de llegar a la mitad del camino, ya sólo quedaban la mitad de ellas. Era terrible. No sabían si mirar arriba y vigilar a los pájaros, o estar atentas al suelo, donde se escondían los cangrejos. Las tortuguitas eran minúsculas, pero estaban muy sabrosas. ¡Y el mar parecía tan lejano, tanto! Cerca de la orilla donde rompían las olas liberadoras, Lula se vio sola. ¡Era la única que había sobrevivido al ataque de los depredadores! De pronto sucedieron tres cosas. La primera, que un pájaro se lanzó en picado sobre ella. La segunda, que un cangrejo la cortó el paso con sus pinzas en alto. La tercera, que un ser enorme, gigantesco, la cogió con sus manos y la protegió. Lula nunca había visto a un humano, claro. No sabía lo que era un niño. —No temas, amiga, que yo te protegeré —le dijo el niño con voz dulce. Y la protegió y llevó hasta el agua con las manos, salvándole la vida. Una vez libre, Lula nadó y nadó, internándose en el mar, muy asustada pero sabiendo que estaba a salvo. Un par de veces sacó la cabeza a ras de agua y en la orilla vio al niño despidiéndole con una sonrisa y la mano levantada. En los años siguientes, Lula jamás olvidó ese momento. Ni al niño. Cuando le llegó a ella el momento de desovar y regresó a la misma playa en la que había nacido, lo que hizo fue poner los huevos más cerca de la orilla, para que sus crías no tuvieran que hacer tan largo viaje hasta el agua. Pero tampoco podía ponerlos en mitad de la arena, porque entonces ni llegarían a nacer. Así que buscaba siempre el lugar arbolado más cercano al mar. Y trataba de convencer a sus amigas de que hicieran lo mismo. Setenta años después de su nacimiento, sucedió algo. Lula nadó hasta la playa, una vez más, para poner sus huevos en la arena. Ya era una tortuga adulta, grande, pesada. En el mar se movía como un pez, pero fuera del agua cada paso que daba representaba un enorme esfuerzo. Hundió sus patas en la arena y, despacio, llegó hasta el lugar elegido para el desove. Una vez en él, hizo el hueco en la arena, profundo, con las patas traseras, y hundió la parte inferior en él para soltar sus huevos. Una tras otra, las redondas bolas blancas se amontonaron en el espacio que sería su casa hasta el momento de nacer las tortuguitas que contenían. Acabada la puesta, enterró el hueco y se dispuso a regresar al mar. Nunca olvidaba aquella primera vez, corriendo desesperada para salvar la vida. Tampoco olvidó jamás aquel niño. Y de pronto… ¿Era posible? ¿El mismo niño, tantos años después, estaba allí, esperándola? Lula se detuvo. El niño se arrodilló frente a ella. Los dos se miraron curiosos. Una con su arrugada cabeza y sus ojos melancólicos, el otro fascinado por su enorme presencia. El niño la acarició, y así supo Lula que era bueno. —¿Sabes? —habló de pronto el aparecido—. Mi abuelo me ha contado muchas veces la historia del día en que salvó a una tortuguita de morir. A Lula casi se le paró el corazón. —Mira que si fueras tú —siguió sonriendo el niño mientras le pasaba la mano por la cabeza. Sí, aquel niño se parecía tanto, tanto, pero tanto al que setenta años atrás la llevó hasta el agua con sus manos. Siguieron mirándose unos segundos. Luego el pequeño se apartó. —Que tengas un buen viaje —le dijo a Lula. La tortuga reemprendió el camino rumbo al agua, despacio. Al llegar a ella y sentirse libre, se sumergió y nadó tan feliz como siempre. Un par de veces sacó la cabeza a ras de agua. El niño seguía allí, sonriendo y agitando su mano en alto. En memoria de la tortuguita que salvé en el Parque Nacional de Tortuguero, Costa Rica, esté donde esté.

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